jueves, 31 de mayo de 2007

El pícaro Andresillo

EL PÍCARO ANDRESILLO
Historia de una lucha sin tregua


Carta al posible editor de esta historia, que yo cuento porque me han contado:

A ver si le gusta a usted.
Vale.

* * *

CAPÍTULO 1

Que cuenta cómo el pícaro Andresillo nació en el molino de la Encrucijada, y que narra sus primeros años de infancia y la pésima educación fundamental que le fue dada por sus progenitores, Lucio el Tuerto y Marinda la Alegre, así como la forma en que a la temprana edad de cinco años fue vendido a unos gitanos feriantes que pasaban por el molino y que se lo llevaron a residir en los caminos, con un estilo de vida nómada y descuidado, y así hasta los diez años.

Varón, es varón.


CAPÍTULO 2

Donde se podrá leer la ingeniosa forma en que Andresillo escapó de la compañía de los feriantes, una vez que hubo aprendido todas sus artes en la picaresca y en el trato con los demás, amén de otras muchas anécdotas graciosas y de gran deleite para el espíritu ocioso que busca distraemento en estas páginas.
.
Tres maravedís por él.


CAPÍTULO 3

En que se dan detalles de los primeros amoríos de Andresillo, ya mozo, y de las distintas y modernas formas de ganar el sustento que usó el pícaro, quien, angustiado por la necesidad y la calamidad, recaló en una compañía teatral, también errante, conocida como La carreta del tío Osvaldo y sus títeres.

La carreta era vieja y olía a humedad.


CAPÍTULO 4

Donde aparece impresa la famosa aventura del paso del Puente de la Cebada y el enfrentamiento que se vivió entre Andresillo el pícaro y Tostón, sempiterno enemigo suyo, que a la postre le quitaría el puesto en La carreta del tío Osvaldo y sus títeres y le substraería los favores de la bella Elisenda.

―¡Hi de puta, Tostón!


CAPÍTULO 5

Capítulo en el que se narra lo que leerá el que lo leyere, el que pasare la vista por sobre los renglones ordenados, el que viere con detenimiento y atención las palabras colocadas con el orden y el concierto oportunos, el que escuchare recitarlas a algún trovador que le hiciere el favor de pronunciarlas en su presencia o el que usare cualquier otro medio para enterarse de lo que se narra en este capítulo en el que se cuenta lo que sabrá el que lo leyere.

Así es.


CAPÍTULO 6

Reflexión acerca del tiempo, el dinero, la virtud, el honor, el egoísmo, el pecado, el cielo, la muerte, el dolor, el placer, la mujer, el trabajo, el nacimiento, los antepasados y el delirio, por parte del pícaro Andresillo, antes de que éste entrara en la feria de Medina del Campo, que a la sazón habría de significar un vuelco definitivo para su vida, sus andanzas, sus correrías y sus desvelos en esta tierra de pecadores y maldicientes.

―Pues lo mismo, digo yo que, en fin...


CAPÍTULO 7

En que se narra la disipada vida que Andresillo llevó en la casa de la vieja Úrsula, rehacedora de virgos, buscona, bruja y otras cosas que aquí no vienen a cuento porque no influyen de forma determinante en las ulteriores vivencias del pícaro.
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―¡Eso me duele, eso me duele, Úrsula!


CAPÍTULO 8

En que se apunta cuidadosamente la grande empresa que acomete Andresillo el pícaro cuando decide colocarse al amparo del conde de Zopilotes y cumple fielmente todas las misiones que su señoría le encomienda, escalando de tal manera un peldaño del zigurat que son la vida y las relaciones humanas, determinadas en gran medida por el nacimiento, la suerte y el ingenio de cada cual.

―Andresillo, me vas a ir a por tabaco.


CAPÍTULO 9

En que se halla escrita la retirada de la vida pícara y buscona de Andresillo, que accederá por fin a la conducta honrada que llevaba persiguiendo durante más de veinte años y a la cual tendrá derecho después de su casamiento con Elisenda la bella, tras lo cual ambos se trasladarán a la villa y corte y comenzarán a vivir de lo que ganan en un taller de cuero.

―Sí, quiero.


EPÍLOGO

O donde encontramos relatada la muerte de Andresillo a manos de Tostón en una reyerta que tiene lugar en la Taberna de los Cuchilleros.

Qué bueno era.



COPLAS POR LA MUERTE DE ANDRÉS

Andresillo, Andresillo,
qué pícaro y qué listillo.



FIN

martes, 29 de mayo de 2007

Ficción 29: La soga

Mis despertares son un calco exacto de aquellos amaneceres de la infancia. El cuarto de baño aún me amenaza con sus humedades de colonia barata, nublados los espejos por el vapor del agua y temblando en las esquinas de azulejos la sombra de ella. Ella, mi sombra, siempre presente, siempre constante, mi compañía en la calle, en el trabajo, en el amor, en la soledad, en la luz, en la duda. Cómo librarme de esta conciencia añadida, cómo dejar de escuchar esta voz grillesca que enjuicia sin descanso todos mis actos. No hay lugar en mi existencia en que ella no lo inunde todo con su mirada inquisidora y perpetua, esos ojos que me atemorizan, que me rebelan, que pretenden guiarme a mí y a mis cuarenta años vividos.

Los primeros pasos no me alejaron más allá de los dos metros de su presencia; el primer beso lo di con su aliento en mi espalda, resollando sobre mí con el tono desaprobador que usa cuando quiere expresarme que no le gusta lo que estoy haciendo; los primeros llantos fueron enjugados por sus manos, testigos pertinaces de todo lo mío. La vida ha pasado de largo y yo no he podido salir a cazarla porque estoy suspendido de esta soga, estoy ahorcado desde el día en que nací.

Maldita sea, por qué aquella condenada partera no cortó el cordón umbilical cuando debió hacerlo.

jueves, 24 de mayo de 2007

Pastores de palabras (de Material de oficina)

¿Y si nos diera -imagínate-
por ser pastores?

Apacentaría yo palabras,
tú les pondrías voz,
y así,
cantarinas y juguetonas,
las dejaríamos pastar
a su aire
por los campos del aire.

Yo, cayado de patriarca,
pecho de lana y botas de tierra.
Tú, alas de crisálida,
saltando de una a otra,
susurrándole al rebaño
al oído:
el oído de las palabras.

Pastoreando vocablos, ¿te haces a la idea?
¿Qué fructíferas manadas
no lograríamos criar?
¿Qué colinas yermas
no alcanzaríamos
a poblar con las palabras?

Sin nos diera... si nos diera...
por ser pastores...
...yo con...
tú les pondrías...
Aunque pensándolo bien,
Alonso Quijano se planteó ser pastor
y al capítulo había muerto.
Mejor será que sigamos
dedicándonos a lo que nos dedicamos,
sea esto la maldita cosa que sea.

martes, 22 de mayo de 2007

Un soneto bizantino (XIX de El ángel caído)

Estoy en la espuma de la cerveza.
En la bruma de los restos que quedan
de la cena de ayer. En la belleza
de la ruta de tus bragas de seda.

Me siento en la esquina de las barras
sin estrellas del vagón-cafetera.
Bajo a tus muslos, me subo a la parra
que sirvió a la Eva costurera.

Soy del humo del que regresa al cigarro
con cara de hijo pródigo y amado.
Soy mermelada que se come el tarro.

Soy la guitarra que no encuentra funda.
Estoy en la tundra del exiliado:
Persiles huyendo de Sigismunda.

jueves, 10 de mayo de 2007

Poema LIV de El canto del chamarín enverdinado

Año dos mil uno después de Cristo.
Todo en el mundo está visto.
¿Todo? ¡No! Hay un amor
entre Roma y el dolor
que resiste al invasor
que es el olvido.
Pero tu amor me trastoca,
mi aldea se vuelve loca,
caigo en la poción de ron,
en la marmita de vino.

El señor gordo de trenzas
tiembla de pies a cabeza
cuando ve un casco romano.
Asterix pierde las alas
y un perro blanco sin canas
busca el rastro de tus manos.

.
Panoramix, el druida,
.......................................se suicida
en el bosque de las penas
con una hoz en las venas.
Se han roto todas mis liras,
se ha jubilado mi herrero.
Ni al más astuto guerrero
le viene al pensamiento
cómo hallar tu campamento.
.
En la cola del pescado
hay un poeta frustrado
que no escribe ni un poema.
Cuando sale a por tabaco
el César sufre un atraco,
hay que ver cómo está el tema,
ni un sextercio, ni una cala.
No queda en toda la Galia
ni una cenicienta gala
a quien poner tu sandalia.

Por Belenos, por Belisana,
qué tremendas son las ganas
de decirte que te quiero.
Por Tutatis, que el cielo caiga
sólo después de tu falda,
mi gala de siete velos.

jueves, 3 de mayo de 2007

Fulana de tal

El vagón de metro era una cazuela y nosotros conformábamos un asado haciéndose a ritmo rápido con cada traqueteo, con cada estación. Todos sudábamos un aceite jugoso y empapábamos camisetas, camisas, vestidos, pantalones y barras de metal a las que nos asíamos. En la siguiente parada, cuando ya no cabía más gente en aquel espacio superpoblado, subió otra multitud, otra muchedumbre, otra ciudad, o al menos eso es lo que me pareció, y llegamos a estar realmente apretados, juntos, resbaladizos, untuosos los unos contra los otros, los unos y las otras. Me lapé a la puerta del fondo mientras aprovechaba mi estatura para conseguir un poco del preciado aire, un oxígeno visible, escaso, pesadísimo, y entonces comencé a notar el contacto especial que producía en mi cuerpo la señorita que tenía delante, aunque más bien diría en mí, puesto que ella ocupaba el sitio supuestamente dedicado a este cerebro, a este pecho y a estas manos que ahora escriben.
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Obviamente, todos íbamos en igual condición, éramos eslabones de una cadena soldada por los alientos, y no tenía razón de ser el pensar que la chica albergara ninguna pretensión hacia mí; sin embargo, sus glúteos golpeaban periódicos y contundentes mi zona más perceptiva y acalorada, su delgadísima tela se adhería a mis vaqueros en un afán agónico por tener alguna referencia en aquella locura de concupiscencia anónima y sin palabras. Supongo que mi estación se pasó mucho antes de que ella abriera las piernas y se apretara aún más a mí, de forma imperceptible para los demás pero con escandalosa lascivia para mí, y fue en ese momento cuando dejé mi mano derecha hasta rozar con la palma su cadera, primero como por casualidad, pero después arriesgado y valiente, y fui moldeando los dedos y el interior de la mano, sudada y gladiadora, según la forma sinuosa que se escondía bajo la cortina blanca que era su vestido. A medida que el vagón se vaciaba, su espalda hacía más fuerza contra mi pecho, de modo que el vaivén de los vagones provocaban que su pelo, moreno y recogido en una coleta, se balanceara rozándome el cuello, como un péndulo de relojería que iba marcando la intensidad de mi excitación y de mis latidos sonoros, ésos que ella sentía, sin duda alguna, en aquella piel desnuda que el vestido abría en su espalda. La agarré ya abiertamente e hice ademán de atraerla más a mí, pero eso era imposible porque ella y yo éramos ya el mismo cuerpo, nos mecíamos al unísono en cada curva, y los músculos de mi brazo, aferrados a la barra de acero, metáfora de mí mismo, seguían la misma dirección que sus nalgas contra mis muslos.

El metro se detuvo. Alcé mi mirada y comprobé aturdido que éramos los únicos que quedábamos en aquel vagón desolado y maloliente. Sin duda, el tren había llegado al fin de su trayecto y nos habíamos quedado desahuciados en la cueva oscura en la que los trenes van a dormir, porque los trenes son elefantes de hierro que emigran definitivamente a su cementerio particular. Ya sin necesidad de sujetarme, llevé la mano izquierda a su vestido y lo fui subiendo, como un telón que se alza, para descubrir un hermosísimo, caliente y desbragado cuerpo. Ella se inclinó hacia adelante y yo abrí mi cremallera dispuesto a sustituir con briosos golpes de pubis el motor del tren detenido. Sudada, sin rostro y tremendamente lubricada, ella me acogió en su interior mientras que mis pulgares sujetaban el vestido blanco hecho una arrugada masa sobre el final de su espalda. Comenzamos a gemir, yo sonoro y prehistórico, con voz de patriarca bíblico, y ella sutil, desgarrada gata en celo, gata de tela blanca y rostro oculto. Nuestras voces se alzaban libres en aquel túnel infecto, sin importarles que de pronto nos quedáramos a oscuras. Mi brío profanó el templo de mi contraria, abierto a mí, y yo yendo y viniendo sin pudor a lo largo de aquel hogar recién fundado. Sí, comenzamos a gritar, gritamos con todas nuestras fuerzas, y nuestras gargantas dieron forma a lo que llegó a ser un gañido de apareamiento, a lo que se transformó en un quejido animal, a lo que terminó siendo el estridente chillido de mi despertador.