martes, 29 de mayo de 2007

Ficción 29: La soga

Mis despertares son un calco exacto de aquellos amaneceres de la infancia. El cuarto de baño aún me amenaza con sus humedades de colonia barata, nublados los espejos por el vapor del agua y temblando en las esquinas de azulejos la sombra de ella. Ella, mi sombra, siempre presente, siempre constante, mi compañía en la calle, en el trabajo, en el amor, en la soledad, en la luz, en la duda. Cómo librarme de esta conciencia añadida, cómo dejar de escuchar esta voz grillesca que enjuicia sin descanso todos mis actos. No hay lugar en mi existencia en que ella no lo inunde todo con su mirada inquisidora y perpetua, esos ojos que me atemorizan, que me rebelan, que pretenden guiarme a mí y a mis cuarenta años vividos.

Los primeros pasos no me alejaron más allá de los dos metros de su presencia; el primer beso lo di con su aliento en mi espalda, resollando sobre mí con el tono desaprobador que usa cuando quiere expresarme que no le gusta lo que estoy haciendo; los primeros llantos fueron enjugados por sus manos, testigos pertinaces de todo lo mío. La vida ha pasado de largo y yo no he podido salir a cazarla porque estoy suspendido de esta soga, estoy ahorcado desde el día en que nací.

Maldita sea, por qué aquella condenada partera no cortó el cordón umbilical cuando debió hacerlo.

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