jueves, 3 de mayo de 2007

Fulana de tal

El vagón de metro era una cazuela y nosotros conformábamos un asado haciéndose a ritmo rápido con cada traqueteo, con cada estación. Todos sudábamos un aceite jugoso y empapábamos camisetas, camisas, vestidos, pantalones y barras de metal a las que nos asíamos. En la siguiente parada, cuando ya no cabía más gente en aquel espacio superpoblado, subió otra multitud, otra muchedumbre, otra ciudad, o al menos eso es lo que me pareció, y llegamos a estar realmente apretados, juntos, resbaladizos, untuosos los unos contra los otros, los unos y las otras. Me lapé a la puerta del fondo mientras aprovechaba mi estatura para conseguir un poco del preciado aire, un oxígeno visible, escaso, pesadísimo, y entonces comencé a notar el contacto especial que producía en mi cuerpo la señorita que tenía delante, aunque más bien diría en mí, puesto que ella ocupaba el sitio supuestamente dedicado a este cerebro, a este pecho y a estas manos que ahora escriben.
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Obviamente, todos íbamos en igual condición, éramos eslabones de una cadena soldada por los alientos, y no tenía razón de ser el pensar que la chica albergara ninguna pretensión hacia mí; sin embargo, sus glúteos golpeaban periódicos y contundentes mi zona más perceptiva y acalorada, su delgadísima tela se adhería a mis vaqueros en un afán agónico por tener alguna referencia en aquella locura de concupiscencia anónima y sin palabras. Supongo que mi estación se pasó mucho antes de que ella abriera las piernas y se apretara aún más a mí, de forma imperceptible para los demás pero con escandalosa lascivia para mí, y fue en ese momento cuando dejé mi mano derecha hasta rozar con la palma su cadera, primero como por casualidad, pero después arriesgado y valiente, y fui moldeando los dedos y el interior de la mano, sudada y gladiadora, según la forma sinuosa que se escondía bajo la cortina blanca que era su vestido. A medida que el vagón se vaciaba, su espalda hacía más fuerza contra mi pecho, de modo que el vaivén de los vagones provocaban que su pelo, moreno y recogido en una coleta, se balanceara rozándome el cuello, como un péndulo de relojería que iba marcando la intensidad de mi excitación y de mis latidos sonoros, ésos que ella sentía, sin duda alguna, en aquella piel desnuda que el vestido abría en su espalda. La agarré ya abiertamente e hice ademán de atraerla más a mí, pero eso era imposible porque ella y yo éramos ya el mismo cuerpo, nos mecíamos al unísono en cada curva, y los músculos de mi brazo, aferrados a la barra de acero, metáfora de mí mismo, seguían la misma dirección que sus nalgas contra mis muslos.

El metro se detuvo. Alcé mi mirada y comprobé aturdido que éramos los únicos que quedábamos en aquel vagón desolado y maloliente. Sin duda, el tren había llegado al fin de su trayecto y nos habíamos quedado desahuciados en la cueva oscura en la que los trenes van a dormir, porque los trenes son elefantes de hierro que emigran definitivamente a su cementerio particular. Ya sin necesidad de sujetarme, llevé la mano izquierda a su vestido y lo fui subiendo, como un telón que se alza, para descubrir un hermosísimo, caliente y desbragado cuerpo. Ella se inclinó hacia adelante y yo abrí mi cremallera dispuesto a sustituir con briosos golpes de pubis el motor del tren detenido. Sudada, sin rostro y tremendamente lubricada, ella me acogió en su interior mientras que mis pulgares sujetaban el vestido blanco hecho una arrugada masa sobre el final de su espalda. Comenzamos a gemir, yo sonoro y prehistórico, con voz de patriarca bíblico, y ella sutil, desgarrada gata en celo, gata de tela blanca y rostro oculto. Nuestras voces se alzaban libres en aquel túnel infecto, sin importarles que de pronto nos quedáramos a oscuras. Mi brío profanó el templo de mi contraria, abierto a mí, y yo yendo y viniendo sin pudor a lo largo de aquel hogar recién fundado. Sí, comenzamos a gritar, gritamos con todas nuestras fuerzas, y nuestras gargantas dieron forma a lo que llegó a ser un gañido de apareamiento, a lo que se transformó en un quejido animal, a lo que terminó siendo el estridente chillido de mi despertador.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jajajajajaja ¡Te jodes era un sueño! Por un momento me he creido que habias montado un espectáculo en el metro!!! En fin canalla, me ha encantado tu relato erótico, por tu culpa creo que me voy a ir al aeropuerto directa a esperar que baje Marco del avión... ¡es viernes!¡fiesta! Besos! Ana.

Daniel S dijo...

Buenísimo!